Bendita normalidad.

6:30 a.m. Juliet L. Armstrong refunfuña y remolonea en la cama, se levanta y se arregla rápidamente para salir corriendo. A pesar de que todos los días tenía que madrugar para ir al instituto, le costaba menos de lo normal porque amaba el frío de por la mañana, llegar a clase diez minutos antes y sacarse un café con leche medio aguado en la máquina de su instituto. Aquello le calentaba las manos y le entonaba el cuerpo.
Mientras esperaba a que llegasen sus compañeros y sonase la estruendosa alarma, se sentaba en un bordillito de la entrada y a la vez que observaba cómo la gente fumaba antes de empezar las clases, se dedicaba a pensar en qué iba a hacer con su vida. Últimamente no tenía problemas de nada, no había nada destacable en su vida como para contároslo. Supongo que uno de esos días se dio cuenta de que quizá eso era bueno. Ya no tenía preocupaciones más grandes que el que su pelo se encrespase con la humedad o se le olvidase la llave de su taquilla (la 666, hay que destacarlo) y tuviese que buscar a Patty durante largos periodos de tiempo para que le prestase la suya.
Sonaba entonces la alarma, como si hubiese un incendio, y automáticamente todos se dirigían a su clase correspondiente (menos algún grupo de punks anti-sistema que se quedaban a debatir a gritos sobre el Gobierno mientras se encendían otro Marlboro).
Todo transcurría con normalidad, y aquello era agradable. No había nada ni nadie que le disgustase demasiado, ni siquiera su cuerpo. Quizá el Otoño le provocaba un bienestar poco lógico, o con el frío pensaba más claramente, o realmente, por primera vez en su vida estaba creciendo. No tenía nada que lamentar, aunque quizá su vida ahora era algo aburrida. De momento la pequeña Juliet no poseía demasiadas estupideces como para plasmarlas aquí y llorar durante horas. Quizá esto sólo era un descanso y dentro de poco todo comenzase de nuevo, pero, sintiéndolo mucho por vosotros, Juliet L. Armstrong agradece inmensamente poder reír (casi) sin problemas.



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